
Cuando un bebé llega al mundo, su viaje comienza con una transición profunda y, a menudo, poco comprendida. Pasa de la seguridad cálida y silenciosa del útero a un entorno lleno de estímulos: luces, voces, ruidos, temperaturas cambiantes, tactos nuevos. Este cambio, tan abrupto, es el inicio de una nueva etapa, pero también el momento en el que el concepto del continuum se hace más evidente. El continuum, acuñado por Jean Liedloff en su libro El concepto del continuum, describe cómo los bebés humanos, como todos los mamíferos, esperan ciertas condiciones básicas para desarrollarse en equilibrio. No nacen preparados para la separación ni para la soledad. Al contrario, esperan brazos, contacto, calor y la participación en la vida cotidiana de quienes los rodean, y en este artículo vamos a hablar de ello.
El salto del útero al exterior
Durante nueve meses, el bebé ha vivido en un entorno ideal: temperatura estable, alimento constante, movimiento suave, protección y la cercanía permanente de su madre. Nada falta, nada sobra. Es un universo de continuidad. El nacimiento, aunque natural y esperado, supone un cambio radical: de pronto, el bebé se encuentra expuesto a un mundo nuevo que no entiende, sin los recursos aún para gestionarlo. No es extraño entonces que lo único que calme al recién nacido sea volver a sentir, de alguna manera, esa continuidad: el calor de los brazos de su madre, su olor, su voz, su latido. En brazos, el bebé encuentra el eco de la vida intrauterina. En la cuna, en cambio, experimenta lo opuesto: vacío, distancia, desconexión. Tal y como vimos en este artículo sobre el “Síndrome de la cuna con pinchos”, por eso llora. No porque manipule ni porque “quiera brazos” como un capricho, sino porque necesita ese contacto para sobrevivir y para estar en paz.
A lo largo de la historia de la humanidad, ningún bebé ha crecido solo. La idea de dejarlo apartado en una habitación o en una cuna es relativamente reciente y responde más a costumbres sociales modernas que a la biología. En nuestro ADN está grabado que la supervivencia depende del grupo, y sobre todo del contacto cercano con la madre. Por eso, cuando un bebé llora al ser dejado solo, no está “malacostumbrado”, está siguiendo un instinto ancestral que lo protege. Reclama porque su naturaleza le dice que estar apartado es peligroso. En brazos, en cambio, calla y descansa, porque todo está bien.
Uno de los aspectos más fascinantes de los bebés es su absoluta presencia. No tienen la noción de tiempo que tenemos los adultos. Si la madre se va, sienten un vacío insoportable. No entienden que volverá, porque el “después” no existe. Lo único real es el “ahora”. Y en ese ahora, cuando están en brazos, todo está resuelto. No hay rencor ni recuerdo de la ausencia, simplemente se adaptan al presente. Esta capacidad de vivir en el momento es también un recordatorio para las madres y los padres. Los bebés nos muestran, sin palabras, la importancia del aquí y el ahora. Cuando nos reclaman, cuando se tranquilizan, cuando sonríen tras el llanto, nos están enseñando la simplicidad de sus necesidades y la claridad de su mundo interno.
Cuando se rompe el continuum
El problema surge cuando la cultura moderna interrumpe esta continuidad natural. Se nos enseña que el bebé “debe acostumbrarse” a estar solo, que no debe “depender tanto” de sus padres, que es necesario “darle independencia” desde muy pronto. Sin embargo, esta independencia prematura es contraria a la biología y suele tener consecuencias emocionales tanto en el bebé como en la madre. Muchas mujeres experimentan tristeza, ansiedad o incluso depresión cuando se ven obligadas a separarse de sus bebés más de lo que su cuerpo y su instinto desean. Y no es de extrañar: la oxitocina, la llamada hormona del amor, se dispara con el contacto piel con piel, con la lactancia y con la cercanía. Cuando se corta esa interacción, el cuerpo mismo siente un vacío. El bebé también sufre, aunque no lo pueda expresar con palabras. Su llanto no es un simple “ruido”, es su manera de comunicar que algo esencial le falta.
La buena noticia es que el continuum no requiere grandes esfuerzos extras ni complicaciones añadidas. Al contrario: cuando aceptamos que el bebé forma parte de nuestra rutina, que su lugar está en nuestros brazos o cerca de nosotras, la vida se simplifica. No se trata de buscar momentos específicos para “cuidar al bebé” como una tarea más, tampoco necesitan ser estimulados de forma constante con juguetes o actividades planeadas. Su aprendizaje es principalmente observacional. Lo que necesitan es estar con nosotras, acompañarnos en el día a día, ser testigos de nuestra vida e integrarlo en nuestra cotidianidad: cocinar con él en un portabebés, conversar mientras lo tenemos cerca, trabajar en lo que se pueda con él a nuestro lado, pasear juntos, compartir la cama o la siesta. Esta participación pasiva es la base de su aprendizaje y de su integración en la comunidad.
La ternura como lenguaje universal
Hay un aspecto maravilloso que refuerza el concepto del continuum: los bebés despiertan ternura de manera casi automática, tanto en sus propios padres como en cualquier persona que los rodee. Basta ver una carita redonda, unos ojos grandes o escuchar un llanto agudo para que algo en nuestro interior se active. No es casualidad: nuestro cerebro está programado para sentir esa atracción protectora frente a las crías, porque de ello depende la supervivencia de la especie.
Y este fenómeno no ocurre solo entre humanos. También sentimos ternura al observar a un cachorro, a un polluelo o a una cría de cualquier otro animal. Sus rasgos despiertan en nosotros el mismo instinto de cuidado. De la misma manera, numerosos estudios muestran que otros animales responden con curiosidad y cuidado hacia bebés humanos, aunque no sean de su propia especie. Es como si la naturaleza hubiera diseñado un lenguaje universal: los más pequeños despiertan protección en los adultos, sean del grupo que sean. Esto refuerza la idea de que los bebés no esperan estar solos. Su sola presencia despierta en los demás la necesidad de acogerlos, protegerlos y mantenerlos cerca. La ternura es, al fin y al cabo, una herramienta biológica para asegurar esa continuidad.
Cada madre lleva dentro la capacidad de cuidar a su bebé de la forma más adecuada. El problema es que muchas veces esa voz interna se ve silenciada por consejos externos, por presiones sociales o por la idea de que “hay que criar de cierta manera”. El concepto del continuum nos invita a recuperar la confianza en nuestro instinto, a observar a nuestro bebé y a responder sin miedo a lo que nos pide: contacto, brazos, presencia.
Criar desde el continuum no significa renunciar a nuestras actividades ni a nuestra identidad como mujeres, sino integrar al bebé en nuestro día a día. Significa reconocer que no son “una carga” que nos impide vivir, sino parte esencial de nuestra vida, que aprenden y crecen a nuestro lado mientras hacemos lo que siempre hemos hecho: trabajar, cocinar, hablar, amar, soñar. En vez de exigirnos cumplir con un ideal imposible de crianza o de independencia temprana, podemos elegir la sencillez de lo natural: mantener el contacto, escuchar su llanto, dar brazos sin culpa, vivir el presente junto a ellos. Al fin y al cabo, tener un bebé no exige nada extraordinario, solo continuidad.
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